Por Mariano Rovatti
¿A qué llamamos éxito? ¿cuál es el peso de un fracaso? ¿cómo nos determina uno y otro? ¿es necesario el fracaso para tener éxito?
Podemos empezar diciendo que tener éxito consiste en resolver nuestros problemas, cumplir nuestros objetivos y alcanzar nuestros sueños, en el orden personal, laboral y social. Lo contrario a ello es el fracaso. Vivimos constantemente en diversos intentos, que terminan en éxitos, fracasos o resultados mixtos, que tienen un poco de cada uno.
El éxito y el fracaso son dos realidades. Más allá del relato
que contemos, todos sabemos en nuestro interior si tuvimos éxito o si
fracasamos en cada intento. Son resultados, y como tales, el punto de llegada
de un camino, en el que tomamos decisiones, realizamos acciones y también, nos
sometimos a la incertidumbre que generan las circunstancias que no podemos
controlar.
Cada éxito y cada fracaso nos marcan cómo vamos por el
camino. Qué rumbo tenemos que ratificar y cuál tenemos que corregir. Ningún
éxito o fracaso son definitivos, sino que son transitorios, provisorios. Como
seres en construcción que somos, ninguno de nuestros resultados ni sus
consecuencias son inmodificables, salvo la muerte.
Hay dos actitudes extremas frente al éxito: el exitismo y el no pasa nada. El primero consiste en una obsesión por un obtener un
resultado determinado, generalmente material, viviendo en términos absolutos
cada uno de ellos, como si fuera la llegada al paraíso o al infierno. Esta actitud nos
lleva a una tensión permanente, al miedo al fracaso como conclusión definitiva,
y a la dependencia emocional de hechos externos.
En la otra punta está el no
pasa nada, la negación del fracaso. Una actitud negadora del resultado
indeseado, una relativización constante que nos deja en un estado gaseoso,
donde todo significa lo mismo, y por lo tanto, no hay estímulo para la
excelencia y la autosuperación.
Ni el éxito ni el fracaso nos definen como personas ni
quiénes somos. Ser exitoso o fracasado son carteles que nos cuelgan
los demás, pero carecen de entidad para describirnos. Sí hay dentro nuestro una
actitud que puede ser más o menos favorable para uno u otro, y tenerla es una
declaración que hacemos dentro de nuestro ser.
Tenemos una actitud favorable al fracaso, cuando nos dejamos
ganar por el pesimismo, el legalismo
burocrático, el desorden y la apatía, el individualismo, la falta de humildad
del que cree saber todo, la memoria enfocada en heridas del pasado, el peso del
perfeccionismo y la exigencia, la imposibilidad de cambiar de estrategias, la
aprehensión a tomar riesgos, el rol de
víctima y el foco en las imposibilidades.
Actuamos con actitud favorable al éxito cuando encaramos proyectos con
optimismo, la capacidad de materializar las intenciones, la aptitud para la
planificación y el orden, la habilidad para trabajar en equipo, la apertura al
aprendizaje, el sentido de responsabilidad, la conciencia de la oportunidad, la
memoria enfocada en logros, la vocación por la excelencia, la facilidad para cambiar de rumbo en los
instrumentos, la predisposición para asumir riesgos, el rol de protagonista y
el foco en las posibilidades.
Aún así, la actitud es condición necesaria pero no
suficiente. Hay muchos factores que no podemos manejar, pero sí podemos
encararlos con la tranquilidad de estar en el camino correcto y contar con los
recursos materiales, técnicos y emocionales necesarios.
Se dice que el fracaso es la antesala del éxito. No siempre
es así. Para que el fracaso nos sirva como aprendizaje, se requiere que trabajemos en
nuestro ser, desafiando nuestras creencias y modelos mentales, y teniendo siempre
muy claro cuáles son nuestros propósitos, nuestros para qué.
Normalmente, se asocia la palabra fracaso a pérdida. Pero
podemos verlo al fracaso como un castigo o como un mojón de un proceso de
aprendizaje. Cuando nos permitimos fracasar y equivocarnos, nos permitimos
también crecer y superarnos.
Otra de las claves es enfocarnos en el proceso o en el resultado.
Cuando nos enfocamos en el proceso, estamos poniendo énfasis en aquéllas cosas
que sí podemos cambiar, que dependen de nuestro esfuerzo y capacidad, más allá
de los factores imponderables que influyen en nuestros resultados. Cuando
hacemos buenos procesos podemos tener buenos resultados, pero no es suficiente
ni automático. Ahora, también tenemos que hacernos cargo de nuestros
resultados, porque al fin y al cabo, son los frutos tangibles de nuestra
conducta.
Nadie más que nosotros mismos podemos medir si un resultado
es exitoso o no, en función de nuestros deseos, intereses y necesidades, que
configuran nuestro propósito. Esa declaración es exclusivamente nuestra, y no
nos sirve someterla al juicio de los demás.
Con frecuencia escuchamos que el éxito y el fracaso dependen
en gran medida del azar. Ello es síntoma de una profunda mediocridad. Ambos son
una construcción que depende de nuestras acciones y de condiciones que no
manejamos, pero no por éso podemos decir que son azarosas. Dependen de
múltiples factores, y estaremos en condiciones de afrontarlas con serenidad
cuando todo lo que estaba en nuestro ámbito de influencia fue hecho
correctamente.
Y esa construcción incluye la fijación de metas intermedias.
Ellas deben ser claras, concretas, específicas en plazo y modos,
cuantificables, reales, desafiantes, flexibles y apasionantes. Cada logro por
pequeño que sea, alimenta nuestro mundo emocional y nos impulsa a seguir el
camino por el próximo.
La vida de las personas, las organizaciones y los pueblos implican
un movimiento constante, un devenir en donde quedarnos fijos es una pretensión
ficticia. Por ello, cada éxito y cada fracaso tienen carácter transitorio y
provisorio, y siempre estaremos en condiciones de ir por nuestra revancha.
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