Dolor y sufrimiento



Por Mariano Rovatti

En nuestro devenir por la vida, la posibilidad de que ocurra un hecho que nos cause dolor está siempre latente, y probablemente, fuera de nuestro control. Puede ser una pérdida, un error o un fracaso.



Una vida sin dolor es imposible, y todos tenemos los recursos para afrontarlo.

El sistema nos vende la fantasía que le podemos ganarle al dolor a través de diversos modos, fáciles, rápidos y generalmente costosos. Porque además el sistema nos repite que es un sentimiento “negativo”, como ya vimos en otro artículo . El sistema nos quiere siempre alegres y amorosos para producir y consumir más.

Nos dicen que frente al dolor, podemos tomar medicamentos, aturdirnos con diversión, medios de comunicación o redes sociales, consumiendo cosas o servicios, o simplemente, evitándolo huyendo de él, cada vez que se nos aparezca.

Ahora, ¿qué hacemos frente al dolor? ¿nos hacemos masoquistas? ¿o nos resignamos?

La clave está en cómo transitamos ese dolor. Si lo atravesamos, lo “gastamos” o nos contamos un relato apegado a él: allí ya detectamos al sufrimiento.

El relato del sufrimiento comienza con la pregunta “¿por qué a mí?”. Bien podríamos preguntarnos “¿ y por qué a mí no...?” 

Dolor y felicidad no son antagónicos, son caras de la misma moneda. Podemos ser felices con un dolor y no serlo estando alegres. Felicidad no es alegría.

A veces, podemos encontrarle un sentido al dolor. El dolor puede ser un maestro. Está en nosotros la posibilidad de convertirlo en una desgracia o en un punto de partida para el crecimiento.

La idea de dolor está asociada a la de apego. Nos duele perder algo que consideramos de nuestra propiedad: una pareja, la salud, un ser querido, un trabajo. En definitiva, el dolor se produce, más allá del disparador externo, por un sistema de juicios internos que hace que determinado hecho nos resulte doloroso.

La aceptación y el desapego son esenciales para hacer un duelo. Pilar Sordo distingue cuatro etapas para un buen duelo: la consternación, la ira, la tristeza, y finalmente, la aceptación. La primera es inmediata y la más breve. La segunda, algo más larga y menos intensa. La tristeza suele ser el tramo más largo y sereno, que nos lleva hasta la aceptación en sí misma.

Es un proceso personalísimo, que durará lo que tenga que durar. No se puede impulsar desde afuera. Menos aún, obligar a alguien a vivirlo de determinado modo. Sólo se puede acompañar amorosamente, desde la simple presencia hasta la asistencia profesional, pero siempre respetando los tiempos y las formas del mundo emocional de quien padece el dolor.

En la aceptación se comprende que ha habido una pérdida en nuestro tener, pero no hay menoscabo alguno en nuestro ser. Somos mucho más que esa pareja, trabajo, amigo o cosa que perdimos.

El relato del sufrimiento nos ubica en el rol de víctima y sólo nos sirve para instalarnos en un estado de resignación y resentimiento, obstaculizando el proceso de atravesar el dolor.

Mientras en el camino del dolor, puede verse una evolución desde que éste comenzó hasta que se consuma la aceptación, en el sufrimiento hay una quietud. El relato sufriente es siempre el mismo, y todos los que lo escuchan ya saben cuál es el final.

Quizás, el hecho que generó nuestro dolor no sea nuestra culpa, pero sí es una nuestra responsabilidad qué hacer con él: transitar el camino de la aceptación o propagar un discurso de sufrimiento.

El dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional.

Sufrir es una decisión.

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