Defensa del ocio




Por Verónica Ghitta


Nos enseñaron el valor del trabajo y del esfuerzo. O mejor aún, del sacrificio. Para lograr el progreso, asegurar un techo y proteger a la familia. Por generaciones, nos inculcaron que nada tiene valor sin sufrimiento, sin postergación personal. Veamos si ello funciona así.



En los últimos se lo llamó meritocracia a un presunto sistema de funcionamiento de organizaciones o sociedades por la que el esfuerzo personal es el motor del progreso individual y social. Cuanto mayores méritos hagamos, mejor nos irá. ¿Pero las cosas funcionan así realmente? 

El filósofo surcoreano Byung-Chul Han inventó la expresión autoexplotación. Motivadas por una constante presión de la sociedad de consumo, las personas se ven obligadas a extremar sus esfuerzos para acceder a los bienes deseados, o que creen desear. Ello genera una angustia permanente, ya que nunca se logra hacer o acceder a todo lo que queremos. Pero lo que más tensiona es que si no se logra, es por la culpa propia. El éxito y el fracaso dependerían exclusivamente de nuestro esfuerzo y nuestros méritos. Ello genera en cada trabajador una tendencia a explotarse a sí mismo, creyendo que así se está realizando. Como nunca se llega a ese ideal, se produce una gran decepción, una alienación de sí mismo, un vacío, que se intenta llenar a menudo con desarreglos alimentarios, excesos de tabaco o alcohol, ingesta de drogas, relaciones tóxicas y/o dependencia del celular, entre otras conductas adictivas. 

La consultora chilena Suime Chung señala que por generaciones el ocio y la diversión eran pecado. Aún hoy es mal visto quien descansa, duerme un poco más o hace menos que el resto. La sociedad de consumo nos exige producir y consumir, y así quedar agotados, asustados, exhaustos, preocupados... 

Los noticieros de televisión, casualmente, están programados justo en los horarios de un supuesto descanso mañana, tarde y noche. Así se recibe inconcientemente una programación para la vida, a través de transmitir miedo, angustia, impotencia, injusticias, ira ... y con esas emociones vibramos, soñamos, dormimos y creamos nuestra realidad.

¿A quién somos funcionales así? Seguro que a nosotros mismos no. No nacimos para vivir preocupados, angustiados, endeudados, agobiados e hiptonizados por lo que sucede allí afuera. 

Es necesario reaccionar, tomar distancia de ese modelo de vida que nos impusieron y que no responde a nuestros deseos, intereses y necesidades. Tenemos que poner el foco sobre nuestro potencial creador, que todos y todas tenemos en nuestro interior. Cuando apagamos el botón que nos conecta con el afuera, vamos a sentir un cierto desequilibrio pasajero, pero necesariamente, ello nos hará virar la mirada hacia nuestro ser. 

Allí surgirán los espacios para el ocio, el no-tener-algo–que-hacer. Quizás, hasta surjan momentos de cierto aburrimiento, pero de él brotará la creatividad, porque estaremos conectando con nuestro yo interior, con nuestra esencia. 

Ello será un gran acto de responsabilidad, por la que nos haremos cargo del rumbo de nuestra vida, no permitiendo que la agenda de los otros nos gobierne. Haremos así el mejor ejercicio de nuestra libertad, el mayor bien que tenemos junto al de la vida misma.

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